sábado, 23 de agosto de 2008

Mentiras

Marginalia* Mentir es un arte. Quienes mienten y lo hacen bien tienen algo de artistas. Es posible que la comparación resulte enojosa para los artistas, los verdaderos, los que creen en su arte, viven con él y por él. Sin embargo algo parecido sucede a quienes mienten, terminan por creer sus propias mentiras y no sólo viven, se desviven con ellas y por ellas. Aparte del involucramiento permanente con la cosa mentida, quienes practican ese complicado arte sin que les crezca la nariz, sin ponerse colorados, sin perder el equilibrio, deben poseer un trazo fundamental que magnifica su talento, si así se pudiera llamar: una memoria sin resquicios o fisuras, una memoria a prueba de todo.
Hacer bromas, decir mentiras piadosas, engañar para obtener una ganancia casi siempre mínima, son acciones de aficionados. Participar en campeonatos mundiales de mentirosos (hacer creer que el hombre que perdió una mano fue sometido, para reemplazarla, al trasplante de la ubre de una vaca. La operación quedó tan bien hecha que cuando chupa sus dedos de ubre sale leche. Mentira ganadora en uno de los últimos torneos), es una manera de institucionalizar el mentir para encontrar ingenuos, el principal objetivo de esa actividad. En un registro paralelo, sucede lo mismo con las editoriales que deberían tener como finalidad, encontrar lectores, los libros son el medio. La cercanía entre los dos sectores, el de los campeonatos de mentirosos y los libros, ambos medios para llegar a sus públicos, se escenifica en lo siguiente: hace poco, una persona prestigiosa mencionó en la radio la palabra “ficción” como calificativo para un sartal de mentiras que alguien (un político de otro partido, quizá) estaba haciendo creer a la gente. La denuncia es en esencia una mentira, por una razón sencilla, los creadores de ficción no trabajan con la intención de que quienes los lean o los escuchen, crean, a pie juntillas, lo que leen o escuchan, su interés es contar una historia (casi siempre sucedida en otros momentos, en otros lugares) que despierte curiosidad, conocimiento, risa o lágrimas. La mentira, en cambio, busca que la crean, busca que la asuman como verdad, busca, como en el caso de los políticos, que quienes los escuchan tomen partido por una realidad mejor, es decir, la que unos y otros proponen. Quienes escuchan, los ingenuos a quienes van dirigidas todas las mentiras se preguntan ¿Quién dice la verdad? por supuesto no encuentran respuesta, hay tantas verdades como personas.
En ese caldo de cultivo, las mentiras, el arte de mentir, está en su salsa. En lo que cada uno vive a diario se enfrenta a miles de mentiras, desde el primer momento de la mañana. Quienes más propensos están a decir las propias, o difundir las de otros son quienes viven en la cresta de la ola del consumo: periodistas, comentaristas, analistas políticos, deportivos, culturales y de la vida diaria; presidentes de países y de partidos políticos; ministros, alcaldes y sigue toda la gama de funcionarios que está obligada a mentir para conservar el cargo, y como dijimos al comienzo, no les crece la nariz, no se ponen colorados y tampoco pierden el equilibrio.
Lo más entrañable de todo es que quienes se encargan de descubrir las mentiras de los otros son quienes más mienten en aras de un supuesto profesionalismo y también por conveniencia, de allí resulta aquello que los especialistas han llamado desinformación: vasos medio llenos o medio vacíos. Y aparece otra cosa que los mismos expertos titulan como “liberad de expresión”, o sea, cada uno puede decir lo que se le ocurra y nada es mentira hasta prueba del contrario. Esto también equivale a decir: el que quiera decir misa que la diga si tiene quien se la oiga.
Mentiras a todo nivel y en todos los bordes no suceden sólo en Colombia. Basta con mirar los vecinos, Venezuela y Ecuador, y ni se diga de los de Centro América, y tampoco olvidemos los de más arriba que inventaron una guerra para mantener el “cañazo” y los franceses y los españoles y hasta los chinos que según los especialistas encargados de descubrir las mentiras de los otros, mostraron mentiras en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Beijing.
Quizá lo más sano sea no creer en nada, ni en nadie y construir, si es posible, una barrera de verdades propias que proteja de los mentirosos que andan sueltos. Una manera puede ser no escuchar la radio, ni mirar la tele, ni leer los periódicos. De manera que lo único que queda con un poco de credibilidad es lo que uno puede tocar, leer o ver de primera mano, es decir, casi nada. También será necesario, para construir esa barrera, no salir más a las calles ( no sólo entre aquellos que viven en la cresta del consumo están los mentirosos ), las esquinas, aceras, almacenes, buses y vagones del metro están llenas de mentirosos que por defenderse de tantas verdades a medias están dispuestos a inventar una mentira mayor para sobrevivir en la maraña de incertidumbre en que la duda los mantiene. El argumento de la semana. Un hombre abrumado por las mentiras decide combatirlas inventando otras tan grandes que parezcan verdades (había escuchado decir esto a un escritor). Sus mentiras eran tan inverosímiles que gracias a ellas aparecía con frecuencia en la televisón y la radio e hizo de ellas un espectáculo. Llegó a ocupar cargos importantes en la función pública. Cuando murió sus colegas levantaron una estatua en su honor. Ese día, comienza la historia. *Pierde Alechinski, pintor belga, dice que la margen, él la llama “marginalia”, es el espacio alrededor del cuadro donde se anotan historias, nombres, resúmenes, agregados, fechas o datos que conducen al interior de la obra.

© Saúl Álvarez Lara 2008

Primero vinieron por los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Luego se llevaron a los judíos y no dije nada porque yo no era judío. Luego fueron los obreros y no dije nada porque no era obrero ni sindicalista. Luego se metieron con los católicos y no dije nada porque yo era protestante. Y cuando finalmente vinieron por mí no quedaba nadie para protestar.
Martín Niemüller

No desista, pida, exija, reclame, grite, por la liberación inmediata de todos los secuestrados en Colombia. ¡Todos! De cuantos seamos en todas las ciudades, plazas, calles, esquinas, casas y por todos los medios posibles, depende la libertad de los secuestrados.

sábado, 16 de agosto de 2008

Una idea

Marginalia* Hasta ese momento sólo coincidencias, sobre todo a partir de la corbata y su origen. Tres personas que han trabajado en la misma Corporación en los últimos veinticinco o treinta años tienen o han tenido corbatas iguales. Primera coincidencia. Segunda, dos de ellas fueron obsequiadas por sus respectivas madres el día que los nuevos funcionarios iniciaron labores en el último de los escritorios en cualquier dependencia...
Parece una premonición, murmuró Arturo en un intento por obtener, sin saber de dónde, fuerzas suficientes para continuar la historia. Estaba estancado. El argumento del nuevo empleado, abrumado y perdido en su nuevo trabajo le gustó en las primeras líneas, pero llegado a ese punto no encontró más caminos y sintió que el hombre perdía interés. Dos, tres, cinco, veinte corbatas iguales ¿y qué? Estaba en seco. Llevaba, días, semanas, meses, detrás de una historia de esas que suceden a todo el mundo, con personajes naturales que por eso mismo dejan de serlo y se convierten en protagonistas de historias inesperadas, incluso sobrenaturales. Después de algún tiempo constató que tampoco se trataba de eso, él quería algo sencillo que viniera del día a día. Si era posible el “querido diario” que cuenta los sucesos con detalle íntimo, personal, sin malicia.
No había duda, estaba en seco. Se sirvió un café, iba a completar seis horas batallando con Martín, con Rubén Rodas, con los otros compañeros de trabajo en la Corporación y parecía que no iba a obtener nada más de ellos. Necesitaba un café para despejar las ideas. Entonces sonó el teléfono, como estaba solo, siempre estaba solo, respondió el aparato que casi no encuentra porque olvidó dónde quedó la última vez. Era un amigo, de esos de toda la vida, que llamaba para pedir dinero prestado hasta la semana siguiente. No tengo, respondió y agregó, quien espero que sea el editor de mi próxima novela, no se atrevió a decir que aún la estaba escribiendo y se encontraba en un callejón sin salida, debe pagarme suficiente para salir de las deudas y prestar dinero a los amigos, dijo. Sumó dos comentarios de circunstancia, la mujer y la máquina recién comprada para relanzar el negocio en que estaba metido el amigo y colgó. Segundos después, comprobó que de nuevo había perdido el hilo. Releyó lo escrito antes de la interrupción y cayó en la cuenta de que no había puesto nombre al protagonista, ¿cómo se llamaba? revisó pasando su mirada sobre dos o tres líneas a la vez hasta encontrar que no lo había nombrado de ninguna manera, entonces el desespero lo alcanzó, se sintió incómodo, la piquiña en la entrepierna que se manifestaba cuando los pantaloncillos eran de material sintético o cuando presentía que algo no muy propicio estaba por suceder apareció con toda su fuerza. Se rascó como pudo, sin levantarse de la silla, y apenas sintió alivio comenzó a repasar nombres: Adolfo, pensó primero, no, no es nombre de debutante en la vida laboral, necesitaba uno que pareciera de inicialista pero que no decayera con el tiempo por falta de credibilidad. Desechó Joaquín, Sergio y Jairo por corrientes, parecen nombres de lagartos, murmuró. Antonio, José, Gabriel, Tulio, Alfonso, tampoco llenaron las expectativas, eran previsibles. De nuevo apareció el callejón sin salida. Un muro tan alto como las nubes se levantó infranqueable frente a él.
La única solución era repasar lo pasado, le había sucedido en ocasiones anteriores, sobre todo en tierras desconocidas cuando, por descuido o exceso de confianza, se había perdido y tenía que deshacer el camino. Le tomaría horas, lo sabía, pero era la única solución si la intención era reagrupar ideas hasta encontrar nuevos bríos, aunque pocas veces sintió esos nuevos bríos.
Después de varias vueltas alrededor del computador y mucho café decidió llamar el protagonista por el apellido, de la misma manera que Simone Signoret hizo con el amante, que terminó en el papel de marido, Ives Montand, porque el primer marido, el oficial, también se llamaba Ives y por alguna especie de respeto o, para diferenciarlo, decidió llamarlo por el apellido, así que para ella el nuevo siempre fue Montand. No era mala idea lo del apellido, pensó Arturo después de servir la enésima taza de café y empezó a enumerar los que recordaba, Casas, Mosquera, Foronda, Bohórquez, no. Uribe o Restrepo, incluso Lleras, o Turbay, o Pastrana, tampoco. Intentó de otra región: Tuta, Aponte, Chirigua, pero ninguno sonó creíble en el pellejo de un debutante en la vida laboral. Era cerca de la media noche. Desde las seis de la mañana, con algunas interrupciones, había batallado contra corbatas, nombres y al final apellidos y como se conocía bien, sabía que no se daría por vencido hasta deshacer el nudo ciego, sordo y mudo en el que se había enredado. Lo mejor era tomar un respiro y caminar, salir por las calles desiertas, ir hasta el centro, no era muy lejos, mirar las vitrinas, tal vez entrar al café de billares que abría hasta el amanecer y siempre llamó su atención porque las mesas tenían paño rojo y no verde como todas las mesas de billar, y si encontraba con quién jugar un “chico” lo haría, tenía poco, es decir, nada para perder.
En la ruta hacia el café pensó que si no había nombre o apellido suficiente para el protagonista, la solución podría ser un sobrenombre como “carambola”, pero desechó la idea por imposible, ¿quién iba a poner un sobrenombre y además, utilizarlo, sin tener confianza con el portador? Surgió, entonces, la posibilidad del sobrenombre con el agravante de que el interesado lo desconocería y en toda la extensión de la novela, o por lo menos, hasta que entrara en confianza, los colegas lo llamarían de cualquier manera o lo señalarían con el dedo como a las cosas que no tienen nombre. Como tantas que carecían de nombre en las primeras líneas de “Cien años...”
El café, como las calles estaba desierto. Sola frente al bar vio a la mujer que servía las mesas, una rubia, quizá con peluca; alta, más de un metro con ochenta; delgada y provocadora, las piernas interminables y el escote también; la blusa y la falda dos o tres números más pequeñas que su talla. Arturo se sentó en una de las mesas cercanas a la puerta. No supo bien por qué, ¿por seguridad? ¿para salir corriendo en caso de trifulca? pero ¿con quién? si era el único cliente, y la rubia, el barman y el ayudante detrás del mostrador estaban más dormidos que despiertos. Ni siquiera había música, un tango, una ranchera, o un despecho, nada, el silencio era total pero iluminado con luces de neón rosadas, amarillas, blancas y titilantes. Las mesas de recubrimiento metálico con cuatro sillas y los billares con paño rojo en lugar de verde brillaban con destellos rosados.
La rubia caminó despacio entre las mesas, su cuerpo se balanceaba al ritmo de sus pasos y cuando estuvo a menos de un metro de distancia, hizo un giro rápido y se acomodó en el asiento frente Arturo. Inclinó su pecho sobre la mesa y le hizo una seña para que acercara su cara a la de ella, como si fuera a revelar un secreto. Arturo obedeció, sus ojos se fueron detrás de los senos que parecían prestados a milímetros de él y su olfato quedó impregnado por el perfume dulce que la envolvía. Papito, dijo con voz susurrante que Arturo no compaginó con su figura, vamos a cerrar, pero si quiere nos vamos para otra parte, y agregó, para que lo sepas, aquí me dicen Caro, pero en mi casa soy Marcos, tú verás. Caro o Marcos, se paró y deshizo el trecho con la misma cadencia. Cuando llegó al bar, Arturo ya iba rumbo a su casa con una idea en mente, esta sí imbatible. Un argumento. Un hombre, pintor, pasa las noches entre las nueve y la media noche frente a una vitrina donde un maniquí que tomó como modelo para una obra, posa. Lo mismo que en los museos, el artista acomoda su material frente al almacén y hace estudios del maniquí. Todas las noches, durante una semana hace lo mismo. Después pasa a otra vitrina. Tenía dificultad para encontrar modelos porque era exigente en la pose y la expresión del maniquí. Deben ser, decía, como personas. Una noche no encontró maniquíes, ninguno cumplió las expectativas. No intentó buscar personas porque cuándo necesitó nunca encontró. Entonces no volvió a salir y se dedicó a pintar de memoria hasta representar figuras sólo con líneas rectas y superficies de color. Un día, en una bodega de anticuario, encontró uno de sus cuadros titulado “autoretrato”. Ese día comienza la historia. *Pierre Alechinski, pintor belga, dice que la margen, él la llama “marginalia”, es el espacio alrededor del cuadro donde se anotan historias, nombres, resúmenes, agregados, fechas o datos que conducen al interior de la obra.

© Saúl Álvarez Lara
2008

Primero vinieron por los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista.
Luego se llevaron a los judíos y no dije nada porque yo no era judío.
Luego fueron los obreros y no dije nada porque no era obrero ni sindicalista.
Luego se metieron con los católicos y no dije nada porque yo era protestante.
Y cuando finalmente vinieron por mí no quedaba nadie para protestar.
Martin Niemüller

Pida, exija, reclame, grite, por la liberación inmediata de todos los secuestrados en Colombia. ¡Todos! De cuantos seamos en todas las ciudades, plazas, calles, esquinas, casas y por todos los medios posibles, depende la libertad de los secuestrados.

sábado, 2 de agosto de 2008

Chefs & recetas

Marginalia* Hace poco, en periódicos viejos, encontré un texto que narra las primeras experiencias de un joven en el mundo de las cocinas profesionales. Lo transcribiré textual, está narrado en primera persona. El autor es Arturo Castilla, homónimo del reconocido empresario de circense de quien se dijo que “soñaba circos”. Desconozco si este nombre es un seudónimo, de todas maneras aquí va el texto: “… Imagino que usted trae sus instrumentos. ¿Instrumentos? pregunté al hombre detrás de un escritorio. Claro, respondió levantando sus ojos de la hoja donde leía mis datos personales, sus cuchillos. ¿Cuchillos? repiqué intentando que la sorpresa no se reflejara en mi voz, ¿no tienen cuchillos? insistí para disimular la inseguridad que me invadía. Cada chef tiene su propio instrumental, dijo, paseando su mirada entre el papel y mí figura de chef improvisado. Por lo menos trajo uniformes, agregó mientras alargaba el cuello para ver si llevaba un maletín o algo que diera piso a su pregunta. No, respondí, no tengo. No sé si el hombre sintió la misma desazón que yo en ese momento, aunque por causas bien distintas, claro. Con un gesto que daba a entender su fatiga, dijo, venga a las ocho y media de la mañana, ya veremos qué hacer con usted. Así fue la entrevista con Carlo Beladonna, primer chef de “Le Coq d‘Or”, un restaurante de cocina francesa cerca de Green Park en Londres. Iba a entrar a una cocina profesional y estaba nervioso, sobre todo, porque la solicitud de trabajo que llenó el funcionario de la agencia de empleos que gestionó el puesto certificaba experiencia como chef en restaurantes de categoría en varias ciudades. La corta entrevista con el hombre detrás del escritorio dejó bien clara mi inexperiencia. Cuando llegué, a la mañana siguiente, Carlo, el gran Carlo, me adjudicó al servicio interno a cargo del señor Canosa, un republicano refugiado de la España franquista. Lo normal hubiese sido que me pusieran a lavar platos pero, quizá por la experiencia que declaraba mi solicitud de trabajo, me enviaron a la preparación de los menús para el personal del restaurante, unas cuarenta personas, entre personal administrativo, de sala y cocinas. Canosa, en cambio, si notó mi falta de práctica y me puso en tareas que no exigían conocimiento particular, pelar lo que hubiera que pelar, buscar lo necesario en los cuartos fríos o en las alacenas, vigilar lo que se pusiera en los asadores o en los hornos, poner la mesa y escribir, casi dibujar los dos menús que cada día, almuerzo y cena, consumía el personal. Fue lo que hice hasta el viernes en que una salsa se pasó de punto. En esa cocina grande, con pasadizos y mobiliario en acero inoxidable, impecable aun en los momentos de mayor movimiento, unas quince personas entre chefs, souschefs, commis, se movían en todas direcciones, sin interrumpir al otro con desplazamientos inútiles. Todos llevaban el gorro alto, tubular o achatado en el tope; la filipina blanca, el pantalón de cuadros menudos azules y blancos; y el mandil blanco amarrado a la cintura. El viernes en que la salsa se pasó de punto era mi primer día con uniforme completo, de zuecos a gorro. La salsa era sencilla, de ciruelas, para acompañar los medallones de cerdo especialidad del día. Una distracción momentánea me hizo olvidar la mantequilla y su sabor quemado la amilanó. Canosa me obligó a repetir el proceso agregando una base distinta en cada ocasión. Cuando no eran ciruelas o manzanas, era crema, hierbas, rayado de verdura o cebolla. Me volví experto gracias a un error de concentración...” Hasta aquí el texto. El periódico tenía fecha unos cuarenta y tantos años antes, quien sabe qué vicisitudes pasó en su vida de papel guardado y lo que seguía del recuento profesional de Castilla estaba borroso, algunas veces carcomido por el tiempo o las cucarachas y otras, nublado por las humedades que rondan esas oscuridades. Sin embargo, en algunos apartes era posible leer fragmentos “... la cocina de “Le Coq d‘Or” pasaban grandes personajes, como monsieur Pierre, un “Cordon Blue” pupilo de Bocuse, quien como su maestro decía, “se necesita poco para hacer las cosas bien pero menos aún para hacerlas mal”, no hacía movimiento en falso y se permitía innovar en cada plato, siempre una variación en sus recetas...” o este: “... Alain Moutonier, el de las papas rasgadas para la torilla, insistía que en ningún caso se debían cortar al cuchillo, porque el roce del metal con el almidón daba como resultado una cristalización del tubérculo que restaba sabor a la tortilla. Los chefs de antes, agregaba, solucionaban la morosidad de la papa tratada de esa manera con alta participación de ajo y pimienta en la preparación para disimular...” De nuevo un corte, éste sí extenso, que lleva hasta las últimas líneas del texto donde se puede leer el final de una receta: “... no tiene jengibre, póngale otra ..., ... ra un día caluroso. Ingredientes: • 6 Tomates frescos • 1 Cucharada de aceite de oliva • 2 Cucharadas de aceite de girasol • 1/2 Cucharada pequeña de jengibre bien • 3 Hojas de Albahaca • 1 Porción de cilantro • Sal • Pimienta • Pasta para dos • 1 Olla con litro y medio de agua. Mientras el litro y medio de agua con dos cucharadas de sal y aceite de girasol hierve, parta los tomates en dos. Con la ayuda de un raspador convierta cada tomate en una pasta homogénea. Tenga cuidado de no mezclar las cáscaras. Póngalos en un recipiente, ojalá blanco, y agregue, mientras revuelve, el aceite de oliva, las hojas de albahaca y la porción de cilantro picadas fino, el jengibre, la sal y la pimienta al gusto. Deje reposar. El agua hierve. Lleve la pasta en sentido vertical hasta el fondo, en el centro de la olla, y suéltela, ella se distribuirá alrededor. Revuelva con cuchara de palo despacio para que no se pegue. Cumplido el tiempo escurra en un colador...” Y no hay más. No sabemos, ya nadie sabe, si Castilla, o el tiempo que hizo su trabajo en el papel, lo hicieron a propósito para poner a hervir la imaginación. Un argumento. La mesa era para seis. Redonda. Los primeros días los puestos se ocupaban todos. Después quedó libre uno, luego dos y no volvieron a ocuparlos. Al cabo de cierto tiempo, no mucho, sólo quedaron dos lugares ocupados, estaba oscuro afuera cuando eso sucedió. Al amanecer del día siguiente nadie vino a la mesa. Otro amanecer, no se sabe cuanto tiempo después, la misma mesa, en el mismo lugar, estaba ocupada por seis personas, distintas a las que la abandonaron antes. En ese momento comienza la historia. *Pierde Alechinski, pintor belga, dice que la margen, él la llama “marginalia”, es el espacio alrededor del cuadro donde se anotan historias, nombres, resúmenes, agregados, fechas o datos que conducen al interior de la obra.

© Saúl Álvarez Lara

2008

Primero vinieron por los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Luego se llevaron a los judíos y no dije nada porque yo no era judío. Luego fueron los obreros y no dije nada porque no era obrero ni sindicalista. Luego se metieron con los católicos y no dije nada porque yo era protestante. Y cuando finalmente vinieron por mí no quedaba nadie para protestar.
Martin Niemüller

Pida, exija, reclame, grite, por la liberación inmediata de todos los secuestrados en Colombia. ¡Todos! De cuantos seamos en todas las ciudades, plazas, calles, esquinas, casas y por todos los medios posibles, depende la libertad de los secuestrados.